Vale, ya aviso: este no va a ser un
post sobre Pekín Express. He decidido aplazarlo porque
hoy en mi cabeza sólo retumban los ruidos de una lijadora eléctrica,
un taladro y varios martillos. ¿Me he dado mechas como Lydia Lozano
y me dejado el tinte demasiado tiempo, razón por la que ahora mi
cerebro hace cosas raras? No. Tengo obras en casa.
De hecho, hoy se me han venido a la
cabeza dos imágenes, dos. He mezclado los episodios finales de Aquí
no hay quien viva en los que Juan y la Hierbas deciden hacer obras en
casa y eso se convierte en el campo de Bramante con cualquier
episodio elegido al azar de Manos a la obra, esa serie tan tras de
finales de los noventa que ahora, inexplicablemente, repone Nova.
Tener obras en casa es una putada de
las gordas. De repente tienes que tapar todas tus pertenencias a
pesar de que sabes que eso no solucionará nada –la mierda
atraviesa las sábanas viejas, los plásticos e incluso las carcasas
de mithril o acero valyrio- o adaptar tus horarios, usos y costumbres
al de unos operarios que dicen que hacen un horario pero que vete tú
a saber si en realidad lo hacen, porque tú te encuentras en el
trabajo pensando que tu casa está tomada por tíos que puede que
estén haciendo obras o viendo MarcaTV sentados en tu sofá con una
de tus cervezas en la mano.
Hoy, como siempre, estoy escribiendo el
post en la oficina, pero lo subiré desde casa: podéis imaginarme en
una casa sin puertas, rodeado de esquirlas de madera y serrín por
los suelos, picaportes en las esquinas y más mierda que en casa de
Lali Bazán. De hecho, yo mismo me he recordado cuando la Hierbas
decidió quedarse en su casa a pesar de las obras y amanecía con un
subidón que ni Nati Abascal en una fiesta de Moët Chandon gracias a
los efluvios que pegamentos, productos, barnices y pinturas
desprendían.