Voy a contaros una
historia, va, que ayer no pude escribir ni una palabra y hoy me noto locuaz.
Resulta que estaba yo hoy al mediodía inmerso en mis quereseres cuando decidí
que me iba a dar un homenaje y me iba a meter en el Starbucks a tomarme la
bebida que más toppings y mierdas tuviese encima mientras me despanzurraba en
uno de esos sofás que, si bien no brillan por lo higiénicos que puedan ser, sí
se agradecen después de llevar cinco horas en una silla ergonómica y bajo la luz
de los fluorescentes.
Yo, que pretendía
encontrar un remanso de paz en el que darme a la lectura de 1Q84 mientras
sonaba un jazz suave de fondo, me encontré con un follón de ejecutivos
trajeados, extranjeras absurdas que hablaban a gritos, hordas de japoneses
ojeando guías mientras engullían lattes como si no hubiese un mañana, indios
forrados que paseaban sus cheesecakes con sus dedos llenos de anillos de oro,
reuniones improvisadas de pijas de consultoría que pegan grititos cuando la una
le dice a la otra que su bebida favorita de Starbucks es el Chai Tea Latte con
leche de soja… en fin, un cuadro.