'Masterchef', o el cocinero que todos llevamos dentro



Siempre he dicho que en mi interior llevo una maruja de sesenta años, de esas que se paran por la calle con el monedero bajo la axila y dan golpecitos con el dorso de la mano en el brazo del pobre interlocutor que tiene la mala fortuna de cruzársela por la calle cuando va al mercado. En mi fuero interno, esa señora que vive dentro de mí es la respuesta a por qué tengo esta afición malsana a los realities, a la chafardería (que decimos los catalanes) y, en un plano más doméstico, a meter bronca a los invitados que me dejan el suelo perdido de migas o a echar la tarde entre pucheros. Esta última afición, cuyo punto álgido llegó el día en que se me ocurrió hacer croquetas del cocido sobrante del ágape anterior como si nadie antes en la historia hubiese tenido esa idea, es la que me hace disfrutar más que un tonto con un lápiz al ver programas como Masterchef.

Qué gran cosa, oigan, Masterchef. Por fin alguien tuvo la idea de juntar los conceptos talent-show, reality, jurado impertinentemente exigente y gastronomía para parir un programa tan bien hecho como el que vemos cada martes en La 1. Y es que también es loable que en la oscura caverna predemocrática en la que se ha convertido Televisión Española desde la llegada de Mariano y sus esbirros al poder se haya encendido la luz de un producto de calidad que entretiene, gusta, no ofende ni trata a la gente de retrasada mental.

Aunque en la televisión española siempre ha habido una presencia más o menos constante de programas de cocina (desde el memorable Con las manos en la masa y su no menos memorable sintonía de cabecera hasta el sempiterno Arguiñano, pasando por Esta cocina es un infierno o el programa de cocina que presentó Bárbara Rey durante cinco años en Canal 9), en los últimos años la alimentación está viviendo un boom tremendo que la tele ha sabido aprovechar.

Las treintañeras pavisosas han descubierto que hacer cookies (que no galletas) y cupcakes (que no emperifollar magdalenas con toneladas de pasta de azúcar de colorinchis) es la nueva cima de la modernidad, los hípsters han descubierto que lo sostenible y cool es comprar berzas ‘kilómetro cero’ (que es lo mismo que comprarlas al payés que cada miércoles pone su tenderete en la entrada del mercado pero con un toque de pretenciosidad y etiquetado que no te da el encanto de lo rural) y el revival new age ha decidido condenar los abonos y fertilizantes a pesar de que, sin ellos, el kilo de tomates iría a 57 euros.

Tanta revelación social, sumada al hecho de que en España se encuentran varios de los mejores restaurantes del planeta, hace que se generen debates absurdos sobre la autenticidad o no de la paella que preparan los Love of Lesbian en el anuncio de Estrella Damm y que los programas sobre gastronomía pueblen la parrilla televisiva. A las pruebas me remito: Divinity vive en un bucle de programas sobre pasteles de color de rosa y cupcakes infernales que con sólo verlos ya te sube el azúcar, en laSexta triunfa Pesadilla en la cocina (tengo pendiente un post de homenaje a Chicote, lo sé) y ya preparan Top chef... y, por supuesto, el programa que nos ocupa: Masterchef.

En un principio, la idea del programa podía resultar menos original que una entrevista a Belén Esteban en el Deluxe: buscar el mejor cocinero amateur de España en un programa que mezcla Operación Triunfo, Tú sí que vales y Todos contra el chef. Masterchef comenzó con unos datos de audiencia bastante discretos (igual que OT allá por 2001, fíjate tú), pero el carisma y perfil de sus concursantes, la calidad de sus contenidos, la hijoputez del jurado y las eses forzadas de Eva González han hecho que el share se haya aupado hasta casi un 20%, todo un triunfo para el prime-time de La 1 en los tiempos que corren.

El carácter competitivo de Jose, la temprana lucidez de Fabián o las ocurrencias de la alcachófica Maribel (aún recuerdo, la semana pasada, cuando decidió que su plato estrella iba a ser una plastorra de puré de patatas con cuatro habas cocidas encima) hacen que Masterchef sea más que un talent sobre cocina. Otro aspecto que hay que tener en cuenta, como explica Borja Terán en Telediaria, es que los concursantes están encerrados al estilo GH y no tienen contacto alguno con el exterior (desconocía este dato), lo que contribuye a que su verdadera personalidad emerja rápidamente y no estén condicionados por lo que se dice o deja de decir de ellos en el mundo real.


Seamos sinceros: salvo honrosas excepciones, en Masterchef hemos visto platos que harían a Arzak darse de cabezazos contra la pared. Pero el esfuerzo, la tenacidad, las ganas y la inventiva de los concursantes hacen que cada vez seamos más los que estamos enganchados al programa. Eso y que, secretamente, todos nos sentimos identificados con los concursantes por sus arrebatos creativos de última hora.

¿O acaso ninguno de vosotros ha tenido la ocurrencia de echarle gengibre a cualquier plato para darle un toque thai y que dicho plato haya acabado convirtiéndose en un guiso con sabor a colonia? ¿Es que soy yo el único cuya vertiente gastronómica ha vivido una etapa asiática que le ha llevado a ahogar cada plato en litros de salsa de soja como si no hubiese un mañana? ¿Seréis capaces de decirme que ninguno de vosotros ha intentado hacerse un plato de spaghetti, la ha cagado al calcular la cantidad y ha acabado con un perolo de pasta que daría para alimentar a media comunidad de vecinos? ¿Nadie en la sala siente absoluto pavor ante la posibilidad de encontrarse cara a cara con un pescado entero y tener que limpiarlo sin que parezca que le hemos descuartizado? ¿A alguien más le ha pasado que haya intentado hacer sushi y que el arroz se haya convertido en una masa de consistencia similar al cemento que tiene más posibilidades de tapar grietas de la pared que de ser digerida?

Esta solidarización con la torpeza gastronómica es, quizá, lo que ha hecho que Masterchef me cautive. A todos a los que nos gusta cocinar pagaríamos por ser los putos amos detrás de los fogones y por que a todo el mundo se le pusiesen los ojos en blanco cuando probase cualquiera de nuestras creaciones. Pero somos humanos, como los concursantes de Masterchef, y a veces tenemos que conformarnos con que ese mejunje que hemos preparado sea ingerido por nuestros seres queridos sin que pongan demasiadas pegas. Que para eso se inventó la sal de frutas, cojones.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta masterchef. ha sido algo progresivo. los primeros programas ni sabia que exisitia, y ahora soy fan fan. a mi que me encanta la cocina, que me consideraba buena cocinera veo como rellenan pollos hacen pan y crujientes de no se que narices... yo no se hacer nada de eso. me dan un pollo para rellenar y digo "mande?" y mas si veo que algunos de ellos no superan los 25 años o como Fabian con 18. Yo era buena cocinera, eso si, seguro que no hacen unos filetes rusos como yo, ni de lejos.
ah y que me cuentas de Jordi?? eh eh eh eh.

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