Dramas de periferia y humillaciones televisadas



Anoche, amiguitos, vi por primera vez Hay una cosa que te quiero decir. Y lo digo así, sin avergonzarme ni nada, consciente de lo que supone confesar tal experiencia. Antes de que os preocupéis por mi bienestar funcional, quiero aclararos que no he sufrido secuelas físicas, mi cerebro no se ha convertido en una croqueta y sigo pudiendo incluir dos ideas en la misma frase.

Tengo que reconocer que el programa de Jorge Javier (o, si lo preferís, Horgeavié, que dicen las señoras que se cardan el pelo y abanican dándose golpes en las tetas) me pilló por sorpresa en el sofá mientras intentaba superar el nivel 66 del Candy Crush -sí, mi vida es así de trepidante-. De repente alcé los ojos y vi ante mi una estampa desoladora: un señor con cara de cordero degollado escuchaba cómo la hija a la que no veía desde que tenía esta tres meses (convertida ahora en una choni de extrarradio que haría temblar a cualquier pretendienta de MYHYV) le decía que no quería saber nada de él y que ya le valía presentarse 21 años después cuando su abuelo vive puerta con puerta con el padre en cuestión.

Drama humano, amigos. Drama de periferia, del de las películas de Fernando León de Aranoa, del que dejamos de tener en la tele cuando El diario de Patricia echó el cierre. Tras el caso del padre con la hija choni que se largó sin querer ni siquiera darle dos besos, me tragué cuatro casos más: el de unos hermanos que hacía 42 años que no se veían y que resultó que viven ambos en Andalucía, el de una chica que quería conocer a su hermanastra por parte de padre y que no quiso ni acudir a plató, el de un señor con menos luces que las farolas del parque de mi barrio que buscaba a la hija que tuvo con una que vendía cupones de la ONCE hace veinte años y el de un chico que fue a rogarle a su exnovia que no le dejase.

La estructura general era, sorprendentemente, siempre la misma: llega el remitente de la carta (solo o acompañado) con cara compungida y rostro prieto. Tras sentarse, Horgeavié pone voz de Elena Francis y empieza a relatar los tormentos de la vida del pobre desgraciado de turno mientras varias fotos suyas (del interfecto, no del presentador) aparecen en el videowall en modo presentación. Una vez terminado de rememorar el drama, dan paso al vídeo de un redactor (anoche eran un pizpireto treintañero y un señor con panza) que fue en busca del objeto de la inquietud del invitado y, ¡hop!, la imagen se congela cuando el destinatario de la carta dice si va a acudir o no plató a conocer al remitente y sus razones para perder la dignidad voluntariamente ante millón y pico de espectadores.

Luego, la cosa puede seguir distintos derroteros: si el destinatario accede, va a plató y se le presenta al emisor del mensaje a través de una pantalla incrustada en el muro que ponían en Sábado Dolce Vita. Después del lagrimeo y tal, si el receptor de la carta accede, se retira el muro y se abrazan todos. Si no, se va cada uno por su lado. Y si el destinatario no accede, el receptor se queda solo y compungido en plató y se larga a su casa consciente de que se ha convertido en el hazmerreír del barrio a cambio de nada. Un chollo.

Lo mejor de todo es que, después de dos horacas disfrutando con esta pornografía emocional de tan baja estofa, me fui a dormir pensando en que aún faltaban dos horas más de programa. Ciento veinte minutos en los que más gente seguiría yendo a la tele pensando que eso puede aliviar la pena de sus vidas cuando, en realidad, en sus pueblos pasan a ser “el que fue al pograma del Horgeavié a decirle a la Mari que volviera con él y ella le mandó a paseo porque siempre ha sío mu puta y se dice que ahora está con el hijo la Paqui”. Y pensar que podría haber invertido ese tiempo en reírme a mandíbula batiente con ¿Quién quiere casarse con mi hijo?

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